Arriba, cuidado con la puerta. ya está?
Sí jefe, dice el canoso de bigotes.
Seguimos.
Felizmente ha logrado pasar el molinete, incluidas su cartera marrón, la bolsa de papel madera y las otras dos, de esas que hacen ruido y se arrugan y hacen más ruido.
Ochenta, por favor.
La moneda cae dentro de la máquina expendedora de boletos.
Cae una, dos, tres veces. Cae: plin, plin, plin.
Los demás nos vamos percatando de a poco que la tecnología aliviadora de colectiveros-multi-tasking no es tan eficiente. Las monedas pueden estar demasiado gastadas, ser truchas, pertenecer a una partida nueva con una aleación diferente que no se leen por lo que valen (porque después de todo, se trata de una mercancía y de una relación social, un recordatorio de la deuda). Incluso puede autoinvitarse a esa dimensión mágica en la cual cuando menos se lo espera, cae; era la última; chau, fuiste.
Y bueno, sincerémonos, todas esas variables en sus posibles combinaciones conforman una pintura bastante aterradora y peligrosa.
Deje que paguen los demás, señora.
Mirada de resentimiento al chofer.
Al cuarto intento la máquina escupe un papel minúsculo y dos monedas pequeñitas. ¡Hurra! Ha cumplido el dignificante papel de habilitar a la señora a ir desde Carlos Calvo y Chacabuco hasta Urquiza y Humberto I (que se dice Primo, o primero, no i). ¡Hurra, hurra!
El comportamiento en un colectivo, como su nombre lo indica, ha de volverse necesariamente colectivo a medida que la experiencia conjunta triunfa sobre los auriculares y los teléfonos y las miradas furtivas que dejan de serlo tanto para pasar a ser tantas, entrecruzadas, cómplices.
Es algo sencillamente inevitable.
De hecho, en el segundo intento (plin, plin), u ¡otra oportunidad, otra oportunidad! –aludiendo a la capacidad argentina de hacer del “como si” un eufemismo-, la señora había dicho en voz alta y en un tono moralizante para que todo el colectivo nuestro (pasajeros, chofer y el chancho que ya se bajó dos paradas atrás) la oyese: ¡pero si es verdadera!. Se lo cancelo, señora, ponga la moneda de nuevo.
Y sí. A todos nos pareció una respuesta escueta.
Un boleto; sacar la sortija. Uno se queda así, regocijado, embelesado, divino tesoro.
La nostalgia. Lástima que ya no se puede jugar al capicúa como antes
El lúdico consuelo, que no es lo mismo pero es afín al consuelo lúdico. Bueno, por los menos algo para estrujar lo que dura el viaje, o hacer barquitos en miniatura, o engancharlo entre el borde del tapizado y la goma, o metérselo en la boca (¡eh, ¿qué modales son esos?; ¡eso no se hace!).
La señora elige quedarse aferrada a su boleto; luego hace lo mismo con el asiento del chofer. Perímetro complicadísimo: entre sus muchas bolsas y su propia muy corporalidad, cada nuevo pasajero que sube debe hacer todo tipo de contorsiones -cual exhibición de gimnastas rusos- para surcar el ínfimo espacio que ha quedado entre la máquina expendedora, la señora y el pasillo del colectivo nuestro.
La señora quisiera, en realidad, sentarse. Mas nadie tiene esa galantería. La dádiva altruista es un invento de los lisonjeros, la pucha. ‘Nadie’ significa los caballeros, quienes justamente por eso no recibirán esa denominación de boca de la señora. ‘Nadie’ significa alguna jovencita o algún estudiante, esos que no le conceden ni un momento beneplácito de complicidad maternal extendida. Nadie soy también yo, pero los zapatos me están matando.
Lo que pasa es que la señora no es ni tan vieja ni tan joven, ni va tan sport ni tan elegante, el bondi no está tan lleno ni tan vacío, no tan tarde ni tan de noche. Digamos que bien puede aguantarse las 15 cuadras. Un acuerdo colectivo. Pero también digamos que las várices y la cadera, que ayer le cayó mal la cena, que tiene una pila de ropa para planchar desde hace una semana, y el perro que anda medio enfermo, y encima que sólo ella se ocupa de Boby porque el marido lo quiere rajar desde que mordió al diarero.
Hasta aquí se comprende que la pobre señora no esté de su mejor humor ¿pero eso justifica que permanezca petrificada secundando al chofer?
Digámosle que las frenadas bruscas también se sienten ahí.
Ella dirá que la gente empuja, que nadie pide permiso, que las bolsas se arrugan cada vez más, y que sus zapatos también la están matando.
Cada uno de los que nos hemos detenido a observar la destreza corporal de las personas que van subiendo acordamos, suplicamos, proclamamos: ¡Pero señora! ¿Tanto le molestaría correrse unos pasos? Si total todos nos tenemos que apretujar, si no hoy, mañana, o dentro de un rato; o a la vuelta. Además no le faltan centímetros y llega lo más bien al pasamanos.
Voilá!! Cosa ‘e mandinga la conciencia colectiva. Es lindo pensar que todos tenemos forjado el costado de la persistencia de la civilidad en ella, allí con su fijeza incólume.
Ahí va, ahí se decide (impulsada por vaya a saber qué fuerza inmanente). Se inicia una lenta y trabajosa peregrinación, se despliega un miedo aterrador por los volantazos y las esquinas. La pavura la lleva a recorrer todo la hilera de asientos. Ya casi nadie la mira; logramos nuestro cometido.
En nuestro colectivo preguntamos: ¿Se irá a bajar?
Ay. Las cosas nunca como lo parecen
Un viraje del destino, un ciento ochenta grados al divino botón, un deja vu invertido. Faltan muchas unas tantas varias cuadras, non todavía.
La señora permanecerá aferrada a la puerta de salida, así todo lo que el resto de su camino; que ahora vuelve a ser el nuestro. Sus bolsas arrugadas tapan el timbre.
El tipo de camisa amarilla de manga corta se levanta de su asiento; a los cinco segundos grita ¡Chofer, en la próxima, por favor! Y murmura: qué mal que hacen ahora los colectivos, ni timbre ponen che.